A Shepherd's Message - Easter 2019

April 18, 2019

Daniel Cardinal DiNardo preaches the homily at the annual Chrism Mass at the Co-Cathedral of the Sacred Heart, April 16. The occasion marked Cardinal DiNardo’s first public appearance since suffering a mild stroke on March 15. Auxiliary Bishop George Sheltz served as the principal Mass celebrant. Every year during Holy Week, the faithful of the Archdiocese of Galveston-Houston are invited to gather for the celebration of the Chrism Mass – one of the most solemn and significant events of the liturgical year. (Photo by James Ramos/Texas Catholic Herald.)

All can shine, be transformed in the light of the Cross

I want to begin this column by expressing my deep gratitude to Bishop Sheltz and the Senior Staff, to all priests and deacons, to women and men religious, to our seminarians and the staff at St. Mary’s for all their help and support these past few weeks.

Since my stroke I have received thousands of cards, letters and emails, even a video, from so many of the faithful, all of them praying for my healing, comfort and good future health. I have appreciated all of them and was particularly struck by the note from the schoolchildren and young people. Thank you very much.

You have added much to my ongoing recovery, which is going well, but slowly. I am an impatient patient! Keep the prayers coming.

I have had much time to think about Easter during the last few weeks and would like to briefly share some notes with you.

During Holy Week this year we read the Gospel of St. Luke on Palm Sunday; with the Gospel at the blessing of the palms, the disciples along with the people cry out, “Hosanna! Peace in heaven and Glory in the Highest.” The Pharisees object to the cheering crowd as Jesus enters Jerusalem. They tell Him to silence them.

He says that if the disciples were quiet, the stones would cry out. It was as if even the seemingly deadest part of nature is alive at the coming of the Messiah. St. Luke places tremendous emphasis on the city of Jerusalem for all the life of Jesus, especially for His Passion. It is His city; He goes there as His destiny and He fulfills the Father’s will.

Thus, it is also our city, the city of obedience. Going to a city is a dynamic pilgrimage by which we learn day by day the words Jesus speaks and we interiorize them in our hearts.

At the beginning of Holy Week in the Gospel of St. John, Jesus says: “The hour has come for the Son of Man to be glorified.” This mysterious but beautiful expression refers both to his being lifted on the cross and being lifted up in glory at His resurrection.

The glory of Jesus’ cross is what now shines on earth; His Passion is what draws all humankind to Himself. This action is truly a sign, a Sacrament if you will: what was once done in Jerusalem and on Calvary has been made and is made available as the source of all blessings and the cause of all graces. We receive strength from dishonor and life from His death.

In reality whatever we endure or suffer, however we succeed or fail, whatever can occur to us, when it is put into the light of the Cross, it can shine and be transformed. We need to be attentive to this logic of the cross for it brings genuine insight for us and for the life of the world.

The power of Christ’s death confronted our death and destroyed it. This is the beginning of the resurrection. Christ went into the heart of death. He did not walk around it or avoid it. His death is not an act of violence to human beings but to sin.

His resurrection is the first step in our journey of resurrection, eternal life. On Easter day the risen Jesus walks along the way with two down-hearted disciples. Though at first they do not know Him, He unravels for them the mystery of His life, the meaning of His death, and the sure hope of new life. When they finally recognize Him in the breaking of the bread that evening at Supper (Eucharist), He vanishes from their sight.

They realize that they will now see Him in the Eucharist. They rush back to the other disciples as “missionaries” as proclaimers of Jesus and his cross. All become bearers of the cross and witnesses. This ever-recurring and dynamic cycle is what we celebrate at Holy Week and Easter. It is our new Jerusalem!

 

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Quiero comenzar esta columna expresando mi profundo agradecimiento al Obispo Sheltz y al Personal Superior, a todos los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, a nuestros seminaristas y al personal de Sta. Maria por toda su ayuda y apoyo en estas últimas semanas. Desde mi ataque cerebral he recibido miles de tarjetas, cartas y correos electrónicos, incluso un video de muchos fieles, todos orando por mi sanación, mi comodidad y mi buena salud en el futuro. Los he apreciado a todos y me sorprendió especialmente la nota de los estudiantes y los jóvenes. Muchas gracias. Han agregado mucho a mi recuperación, que va lenta, pero bien. ¡Soy un paciente impaciente! Sigan con sus oraciones.

He tenido mucho tiempo para pensar en la Pascua durante las últimas semanas y me gustaría compartir brevemente algunas notas con ustedes.

Durante la Semana Santa de este año leímos el Evangelio de San Lucas el Domingo de Ramos; con el Evangelio en la bendición de las palmas, los discípulos y la gente claman: “¡Hosanna! Paz en el cielo y Gloria en las alturas.”  Los fariseos se oponen a la animada multitud cuando Jesús entra en Jerusalén.  Le piden a Él que los haga callar. Él dice que si los discípulos estuvieran tranquilos, las piedras gritarían.  Era como si incluso la parte aparentemente más muerta de la naturaleza estuviera viva con la venida del Mesías.  San Lucas pone un gran énfasis en la ciudad de Jerusalén en toda la vida de Jesús, especialmente en su pasión. Es su ciudad; Él va allí a su destino y cumple la voluntad del Padre.  Así, también es nuestra ciudad, la ciudad de la obediencia. Ir a una ciudad es un peregrinaje dinámico mediante el cual aprendemos día a día las palabras que Jesús habla y las interiorizamos en nuestros corazones.

Al comienzo de la Semana Santa en el Evangelio de San Juan, Jesús dice: "Ha llegado la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado". Esta expresión misteriosa pero hermosa se refiere tanto a su elevación en la cruz como a su elevación en gloria con su resurrección. La gloria de la cruz de Jesús es lo que ahora brilla en la tierra; su pasión es lo que atrae a toda la humanidad a sí mismo. Esta acción es verdaderamente una señal, un sacramento si así lo desea: lo que se hizo una vez en Jerusalén y en el Calvario se ha hecho y está disponible como fuente de todas las bendiciones y causa de todas las gracias. Recibimos fuerza con su deshonra y vida con su muerte.

En realidad, todo lo que soportamos o sufrimos, ya sea que tengamos éxito o fracasemos, lo que nos ocurra cuando se pone a la luz de la Cruz, puede brillar y transformarse. Necesitamos estar atentos a esta lógica de la cruz, ya que brinda una visión genuina para nosotros y para la vida del mundo.

El poder de la muerte de Cristo confrontó nuestra muerte y la destruyó. Este es el comienzo de la resurrección. Cristo entró en el corazón de la muerte. No caminó alrededor de ella ni lo evitó. Su muerte no es un acto de violencia a los seres humanos sino al pecado. Su resurrección es el primer paso en nuestro camino a la resurrección, a la vida eterna.  En el día de Pascua, Jesús resucitado va por el camino con dos discípulos descorazonados. Aunque al principio no lo conocen, Él les descubre el misterio de su vida, el significado de su muerte y la esperanza segura de una nueva vida. Cuando finalmente lo reconocen al partir el pan esa noche en la cena (Eucaristía), Él desaparece de su vista. Se dan cuenta de que ahora lo verán en la Eucaristía. Se apresuran a regresar a los otros discípulos como "misioneros" como proclamadores de Jesús y su cruz. Todos se hacen testigos y portadores de la cruz. Este ciclo siempre recurrente y dinámico es lo que celebramos en Semana Santa y Pascua. ¡Es nuestra nueva Jerusalén!